Faltan 48 horas para saber quién será presidente en Estados Unidos.
Durante meses hemos leído muchas encuestas publicadas por los medios de
comunicación. Las encuestas preelectorales no suelen predecir el
resultado: tienen poca muestra, índice de confianza bajo y demasiado
margen de error. Además, medios y partidos políticos las utilizan para
influir en el electorado: movilizar el propio y desmoralizar al
contrario. Su utilidad es señalar tendencias, no acertar el _resultado.
El empate técnico en voto popular entre Romney y Obama (47%) es tal
que, por vez primera en décadas, los institutos de opinión están
haciendo buenas encuestas, a dos días de celebrarse las elecciones, con
sobremuestra, índice de confianza del 95,5% y margen de error del 2,3%.
Son consultas nacionales y, también, hechas en los estados bisagra más
relevantes, para inclinar la balanza a favor de un candidato u otro:
Ohio, Florida, etc.
Prestando atención solo a estas encuestas -una docena- de entre las
más de 60 publicadas por diversas fuentes, entre el 1 y el 4 de
noviembre, es posible apreciar conclusiones interesantes sobre cuál
podría ser el resultado. Las encuestas más sólidas dan la victoria a
Obama en estimación de voto popular, en un 3% sobre Romney. Las menos
sólidas otorgan la victoria al presidente por el 1%. Solo una buena
encuesta da la victoria a Romney (+1%). El voto popular, en una
situación de empate técnico, no es significativo de cara a la victoria
final, puesto que lo verdaderamente relevante es obtener más de 270
delegados en el colegio electoral: Obama podría ganar en voto popular
-donde la media aritmética de las mejores últimas encuestas, que no son
las de Real Clear Politics, le dan la victoria pírrica del +1,3%, en
toda la nación- y perder en número de delegados. O no.
Lo mejor de las buenas encuestas es lo que el ojo no ve, pero la
mente concluye, al estudiar las intimidades de los estudios. Así, la
probabilidad estadístico-matemática de que Obama gane es del 86,3% (a
Romney le quedaría el 13,7%); el presidente obtendría el 50,6% del voto
popular versus el 48,5% de Romney; Obama ganaría 307,2 delegados y
Romney, 230,8. Según este modelo, Obama habría ganado Ohio y Florida
(los dos estados bisagra con mayor número de delegados), obligando a
Romney a, necesariamente, vencer en el resto de swing states, potencial
realidad plausible, aunque estadísticamente improbable: hasta en el
estado de Massachusetts, del que Romney fue gobernador, las buenas
encuestas dan 20 puntos de ventaja al presidente Obama. No sería así en
Nevada o en Wisconsin, donde Obama vencería solamente por un punto.
Como Kennedy versus Nixon en 1960, Obama necesita un 1% de voto
popular de ventaja frente a Romney, para llevarse de calle el colegio
electoral. Y en ese 1% estarían incluidas las victorias de Obama -aun
simbólicas, incluso por un voto- en estados tan bisagras y claves como
Ohio, Florida, Nevada, Virginia, Iowa, New Hampshire y Wisconsin.
Se ha hablado hasta la saciedad de que, por este orden, la economía y
el paro, la sanidad y la política exterior decidirán el resultado
electoral. Cierto; pero quien tiene una visión concreta sobre estos
temas no es un ente amorfo llamado población general registrada con
intención de votar. Con una participación estimada del 57%-58%, en línea
con elecciones anteriores, cada votante tiene una idea concreta sobre
su visión de Estados Unidos, el sueño americano, su situación económica
personal, la de su familia, cuánto le cuesta la gasolina y la cesta de
la compra, si su salario ha aumentado, decrecido o mantenido estable en
estos años, si tiene más o menos poder adquisitivo y/o de compra, si
puede ahorrar o no, pagar la hipoteca o, por el contrario, le han
desahuciado y se ha quedado en la calle. Son 100 millones de votos,
grosso modo. Imposible hablar de cada uno de ellos en esta tribuna.
Podemos escribir de estados y de segmentos de población según variables
sociodemográficas.
De los estados bisagra ya hemos dado una pincelada. Los hispanos: 50
millones ciudadanos americanos, según el censo de julio de 2012. Pueden
votar 23,7 millones o un 7,8% del censo electoral nacional. Hoy, el 70%
votaría por Obama y un 25% por Romney.
La campaña republicana se ha propuesto aumentar ese porcentaje en 5
puntos y obtener el 30% del voto latino. No hablamos de los 12 millones
de hispanos ilegales, lógicamente. Aunque las leyes sobre inmigración de
estados como Arizona -permiten detener, pedir papeles y expulsar del
país a una persona si la policía piensa que es latino ilegal o alien,
tan solo por su aspecto físico- han alienado -sin cursiva- el voto
latino de los republicanos y lo han arrojado en brazos demócratas. En
Florida hay 2,089 millones de hispanos con derecho a voto (15,9% del
censo); en Nevada son 268.000 hispanos (15,1%), y en Colorado hay
484.000 hispanos o 13,7% del censo electoral registrado y con intención
de votar.
Católicos: suponen un tercio de los votantes registrados con
intención de votar. Aunque los católicos no son un bloque uniforme,
blancos, humildes, de clase trabajadora y origen irlandés, como hace 60
años, es obvio que ningún candidato podría ganar si tuviera en contra el
voto de los católicos: hoy, un 48% votaría por Obama y un 44% a favor
de Romney.
Si a los hispanos les preocupaba la inmigración y la reunificación
familiar, resumiendo hasta el infinito, a los católicos les importan dos
cuestiones: a unos, los temas morales como el aborto, el divorcio o el
matrimonio entre personas del mismo sexo; a otros, la justicia social en
un país con 50 millones de pobres, que viven de la beneficencia
pública. Los primeros votan a Romney y los segundos, a Obama.
También hay mujeres, jóvenes, minorías (afroamericanos, asiáticos) y
blancos de clase media y trabajadora que mayoritariamente votarán a
Obama: si estos colectivos, junto a católicos e hispanos, acuden a votar
en masa, se cumplirán las estimaciones arriba mencionadas y Obama
ganará las elecciones: en voto popular, siquiera por un 1% y en
delegados electorales.
Publicado previamente el 6 de noviembre del 2012 en Cinco Días
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